viernes, 25 de marzo de 2011

Hechicera

Una larga y esbelta figura caminaba con determinación por el sendero. La luz de la nívea luna bañaba sus brazos y su cabello, y la tenue sombra que proyectaba su cuerpo serpenteaba junto a ella. Vestía una larga falda, de sedas oscuras y ondeantes, junto con un corsé bordado en plata.
Hacia frío, pero el cruel viento del norte, helador, no se atrevía a rozar su delicada piel.
Recorría una senda poco frecuentada, un escondido camino que bordeaba un alto y traicionero acantilado. Esto estaba a la derecha de la caminante, y a su izquierda un paraje desolado de verdes colinas dibujaba un cuadro hermoso y triste. No había animales, no se atisbaba evidencia alguna de presencia humana. Solo el mar, rugiente, que luchaba por alcanzar su adorado cielo, y las estrellas, que brillaban inertes en el firmamento, la acompañaban.
Seguía andando, sin detenerse, cuando comenzó a entonar una dulce melodía. Susurraba, pero el sonido delicioso, que sin palabras hablaba de amor y dicha, se oía mas alto que las bravas olas, y sus pies descalzos comenzaron a danzar al ritmo de su voz.
Giraba sobre si misma, con los ojos cerrados y las manos alzadas, pero jamás se salía de la senda. Juguetona se aproximaba al borde, y con el mismo baile regresaba al centro del camino.
Y así continuó su avance, hasta que se detuvo en un saliente en la roca. Sus bellos pies no dudaron cuando se acercaron al borde del precipicio, y su voz tembló cuando tornó su cantar en un desgarrador y triste lamento, en un doloroso suspiro de soledad. La melancolía impregnó el ambiente y logró que el mismísimo mar cesara en su tempestad. Las estrellas se apagaron y la luna se encogió, apenada por el terrible dolor que estaba siendo entonado.
Algunas lagrimas recorrieron el rostro perfecto de la mujer y fueron a parar al agua, donde se fundieron con los miles de zafiros que forman el mar.
Y, tan de pronto como había empezado, la bella dejó de cantar. Su cabeza se inclinó ligeramente hacia delante, y todo su cuerpo la siguió. Abrió los brazos, como si quisiera abrazar el mundo, y se dejó caer.
Sin embargo, su melena no llegó a mojarse en el calmado mar. Unos brazos firmes, deseados, la sostuvieron en el aire, la abrazaron, y la devolvieron a la tierra áspera.
No aflojaron el abrazo, sino que aquel ángel salvador la aferró fuertemente y la acunó hasta que su corazón roto comenzó a unirse, hasta que cada pesado recuerdo del dolor se hubo esfumado.
Ella abrió los ojos, incrédula, y contempló el rostro de la perfección. Observó con detenimiento cada detalle, sin creerse aun que pudiera contemplar lo que su mirada captaba. Tímida posó su frágil mano sobre la mejilla del hombre, sintiendo su calidez, y recorrió con el pulgar sus labios. Volvió a derramar lagrimas, pero esta vez de pura felicidad, y de su garganta brotó la risa mas hermosa y melodiosa que nadie pudiera desear oír. Su salvador también sonrió y, con sumo cuidado, tomó de la nuca a la dulce mujer para acercar sus rostros. Tiernamente, casi con miedo, el mortal posó sus labios sobre los de la hechicera, acariciándolos, bebiendo de ellos con avidez, haciéndola desear seguir respirando junto a él.

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