miércoles, 23 de marzo de 2011

Un ultimo viaje

Un suave y tímido sol de mayo iluminaba su piel, curtida por los años de trabajo incesante. El aire, glacial y salado, hacía que sus cansados ojos lloraran lagrimas perlinas, que a su vez se unían a las lágrimas de tristeza que resbalaban por sus mejillas. Con una mano áspera y arrugada recogió una de esas gotas de amargura y contempló como se desvanecía entre los surcos de su dedo.
Era viejo, demasiado incluso para poder seguir con lo que era su vida. El balanceo del barco se acentuó y el anciano levantó la vista al cielo. Una gran masa de oscuras y densas nubes comenzaba a ganar terreno al sol, que ya casi no se divisaba.
El hombre se sentó en el suelo de la embarcación, mientras jugaba con el anillo de oro que había en su mano izquierda. Sencillo y discreto, tal como le gustaban las cosas a María. Su querida y añorada María. Pensar en ella hizo que dejase de llorar. Hacia ya unos años que, a los pies de la cama del hospital, mientras acariciaba la mano de su adorada María, le había prometido que jamás lloraría cuando pensara en ella. Y él no podía faltar a la última promesa que le hizo a su mujer, a su compañera.
En la distancia observó como dos rayos iban a parar al mar y se estremeció.
Cojeando por culpa de su dolorida pierna levó el ancla y, arrastrando el rígido miembro, se alejó del timón. Llevaba muchos años recordándole que no era un chaval, que ya no podía salir a faenar, que tenía que quedarse en casa descansando. Tal vez, y sólo tal vez, mientras María vivía aquello había sido soportable, pero ya no podía quedarse sentado en su sillón, mirando por la ventana, escuchando el silencio que gobernaba en la casa. No podía.
Los médicos dijeron que su María había muerto de un infarto, pero él no lo creía. El corazón la había matado, si, pero porque estaba roto. Su María amaba a dos hombres, los cuidaba y mimaba cada día, pero cuando Jorge se estrelló contra aquel camión de camino al hospital y se salió de la carretera dando vueltas de campana, su corazón se rompió. Tardó semanas en parar de repetir que su hijo, su Jorge, tenía un gran futuro. Y fue peor cuando su nuera se llevó a Madrid a su nieta, sin tan siquiera poder conocerla. No conocían ni su nombre. Lo único que les quedaba de su hijo se había ido a la misma velocidad que él, pensó el viejo mientras besaba con ternura la alianza.
El barco dio una sacudida y el hombre se ató calmadamente en la cabina.
Otra sacudida.
Miró al cielo con la esperanza dibujada en loa ojos. No había miedo en su expresión cuando se sentó en el suelo y comenzó a rezar, dando gracias a Dios por todos los dones que le había dado en su vida; rogándole también por poder reunirse de nuevo con los dos pedazos que le faltaban a su alma.
Otra sacudida.
El capitán vio sonriente como el agua inundaba su hogar y, en paz, dejó que le arrullara suavemente hasta el fondo del mar.
Pero, antes de cerrar los ojos por fin, contempló a su amada María observando el horizonte, con una sonrisa angelical en sus labios, mientras su adorado hijo tomaba el timón una vez más.

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